16.8.12

AM

Hace un frío infernal, los oximorones parecen animales de este mar. Reptan las zapatillas de los reguetoneros que pasan tratando de ignorar sus pensamientos burbujeantes. Son los últimos de la temporada de camisetas. Se viene la niebla. Pronto vendrán las capuchas, las casacas y las chompas. Y la ciudad, por esta parte de la vida, se deshace más rápido. Los ripios que le tocan a estos sujetos les permiten echarse en la vida como quien se tira una paja en la paja de sus colchones ¡A quién le interesa esa gente que se estaciona en este mar! Importa lo superficial, y en el peor de los casos importan las cosas, lo sólido y aparatoso o pequeño y lujoso; y las pocas cosas que se encuentran así por estos lados, son atesoradas en esos cubos enfilados que se levantan a diestra y siniestra formando bloques de donde salen las personas que usan este mar exclusivamente para el tránsito. Esos pescados que gustan del sabor de los anzuelos. Sin embargo, hay quienes sí estacionan sus cuerpos en la calle húmeda y se dejan roer por la vida. Ya ahuecados, la ciudad pasa por sus poros, se vuelven piedras pómez ásperas que la gente delicada repele. Poco a poco, AM se volvió así y comenzó a mirar la ciudad desde sus esquinas más desaseadas. Sin embargo él tenía algo distinto, era un tipo encauchado en la delicadeza de un hogar; un tipo que se escapó para hacer funcionar esa pieza que siempre le quisieron sacar, la pieza de lo salvaje. Por eso AM le dedicaba tiempo a la calle, la miraba y la renovaba con los ojos. Tenía la capacidad de mirar de muchas formas esas pequeñas cosas absurdas que flotan adornando este mar. Gracias a la educación tierna de su madre, AM podía ver los pececitos dentro de las pupilas de los tipos depravados con almas depredadas que vigilan la mirada de la gente. Asimismo sabía de la nobleza enmohecida que avejentaba a los panaderos de la tarde, a los obreros honrados y varios vendedores viejos que él saludaba con cordialidad. Porque todavía hay algo de respeto en la ciudad, aunque mucha gente viva tragándose la miasma callejera de la desfachatez y la ignorancia, que es parte de la humedad callante que cala los huesos en estas calles. Recorriendo los toldos abigarrados, el telar raído que son todas estas vidas ajenas a sí mismas, AM miraba su rededor con curiosidad. Hediondos y enlodados cardumenes de tropos salen girando desde las lenguas de los que recorren este mercado. Los niños a un lado desenrollan la huaraca de un solo tirón, y hay quienes brindan con canicas la alegría que algún día les será quitada cuando hagan chocar sus copas y derramen su tristeza entre vómitos y lágrimas. AM recuerda su infancia de rodillas sarmentosas y empolvadas. Poco a poco iría aprendiendo que este mar permite mentíritas e hiperbóles y tildes en la entrepierna. Y que su vida desconfiada y pesimista lo llevaría a pintar muros defraudados por el color. AM hacía graffiti de madrugada; era un andariego en desalmohadas avenidas que dibujaba sueños para que los hombres-peces, ensardinados en vehículos que coreaban nombres de paraderos, pudieran cerrarle los párpados a la algarabía y mirarse por dentro, y contemplar todo esos sueños hechos harena con los que ahora AM había hecho postrecitos para la mirada en esquinas desérticas. AM, por supuesto, era un anónimo martillante, es decir un ego gigante que se quiso esconder entre los desconocidos para romperse a sí mismo con comodidad. Y desde donde no importaba nadie, ni nada, él salía a delinear frases y  formas para que en algún momento se reforme y se disfrace esta mendiga ciudad. Un día AM se dio cuenta que las personas apreciaban solo lo que podían llamar por su nombre, lo que podían coleccionar, y él era incoleccionable e innombrable. Sospechó que por eso sus pinturas eran vistas como se mira una bella flor: pasados unos segundos se guarda muy bien en el olvido. Entonces AM comprendió con tristeza que pocas personas se apropian de los regalos que no tienen destinatario. Y que este mar no está muy acostumbrado a acoger sus propias dádivas ni apropiarse de sus riquezas, como si fueran de otros. Y él siempre fue un regalo. Pero un día, comprando fresas para el frío milkshake o quizás solo por el placer de mirar la cruenta tortura de tan bellas formas en la licuadora, AM oyó que un niño le decía a su amigo que quería pintar paredes como ese tal AM, y escribir frases como él, que era su sueño pero no se le ocurría nada. Entonces AM lo miró y fue como encontrar una perla en el rincón más oscuro de este fangoso piélago que es el mercado local. Se acercó unos pasos. Y como no se le ocurrió nada bueno que decirle, se fue. Apenas había caminado media cuadra cuando se detuvo, desamarró el polietileno que cubría las fresas y frente a una pared blanca comenzó a aplastar la pulpa de las frutas. Estas sangraban la pared como un llanto inconsolable. Algún señor gordo le gritó pero AM estaba acostumbrado a la intolerancia y frialdad de esta corriente marina. Los niños se percataron, la emoción los hizo correr hasta la pared chorreante de rojo. Para cuando llegaron AM ya estaba de espaldas metros más allá y se retiraba. Su figura larga y delgada, sus hombros anchos y su aspecto melancólico fueron un misterio tan emocionante para esos niños como la frase que había escrito en la pared. "Fresas frescas, el poema de un niño, corazón que paladea su tortura."

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