16.2.12

Desvaríos en la cocina

De noche la casa era más estrecha para Marco. A pesar de eso, sabía moverse con soltura en la oscuridad, evitar chancarse los dedos que ¡Ay, la sabrosura! lo hacían imitar remotas danzas africanas. Y él que se deleitaba caminando desnudo en la noche. Un golpe en el dedo más accesorio del pie era suficiente para que se agarre la pierna, y a ritmo de uh-uh-uh-uh ah-ah-ah invoque a los dioses del alivio del adolorido monte del dedo sagrado; o, si era demasiado fuerte el dolor, un fulminante y espontáneo ¡ay-mamá!, ya me desgracié, -que culminaba  con un paradójico- putamare. 

Pero eso era episódico, por lo general Marco era un tipo listo que rumbeaba entre sus cosas, que a lo mucho pisaba un par de colas de su par de perras negras, ¡pero quién les manda a camuflarse y ponerse en el camino de un tipo hambriento! Y no me lloren, carajo. Un tipo con hambre es un tipo rudo. Si en su casa Marco tuviera que cazar su comida, él no dudaría en ajustarse el taparabos, ponerse unas cuántas plumas, pintarse los ojos con morado-después de un puñetazo descubrió que le quedaba bien ese color- e ir en busca de su comida. 

La realidad era distinta. A pesar de su indomesticada forma de ser, Marco se limitaba a un estilo de vida citadino, donde para comer había que hurgar en la alacena, el horno, los cajones, las fosas nasales o la refrigeradora. La última debió ser su primera opción, pero Marco suele ser amante de las aventuras. Su olfato felino para los misterios lo hizo acercarse a la cocina, que tiene una ventana con textura que deja pasar buena luz pero que no permite ver nada. Se filtraba una luz extraña por ahí. Alguien, tenía prendidas varias luces, seguro. Se escuchaban unas voces. De inmediato, Marco se dio cuenta que tenía que buscar en la refrigeradora. ¡A la jijuna la aventura, hay hambre! 

La luz le ilumina el torso. En la refrigeradora, un caos de alimento sin cocinar  enfrentaba a Marco y a su desidia para cocinar. ¡A esta hora nicagando! De pronto advierte un envase salvador. Alabado sea el yogurt a la media noche. Marco agarra y lo pone boca abajo, empujándose a los labios lo poco que quedaba de la bebida. Ni un carajo. Marco seguía sintiendo el vacío existencial más recurrente que tienen los hombres, la no-saciedad, el estómago vacío, el no-hay-qué-cagar, y uno que humanamente siempre anda cagándola.

Se dirige a la cocina nuevamente. Las voces siguen pero él ni les presta atención. A la primera alacena que quiere abrir se da cuenta de la pequeña araña mortífera que podría ser la culpable de que le amputen un brazo. Marco recuerda que un amigo aracnofóbico -uno no escoge a sus amigos, pero hay que evitar a los fóbicos convincentes- le decía que en verano esos bichos proliferan, que no abra cualquier cosa oscura, que sea cauteloso. La imagen de su amigo sufriendo escalofríos mientras le convencía de que las arañas no son tan inofensivas, como Marco siempre creyó, fue suficiente. 

Busca en el horno, en unos cajones aparentemente limpios y cuando voltea ve que de pronto, cerca a su pecho, flota algo pequeño. Se acerca y aguza la mirada. Una araña enanísima soñando con elefantes. Maldita, dice Marco. Agarra la telaraña, la balancea y la avienta, según él, muy lejos. Luego de 5 segundos se da cuenta que la araña estaba agarrada a su pecho. Romántica ella, a la altura del corazón. Marco hace el caballeroso gesto de sacudirla. La muy terca se adhiere al muslo. Entonces, en un arranque de violencia, Marco comienza a cachetearse el muslo, las rodillas y hasta las nalgas porsecaso. El cadáver estaba en su palma. Se lavó las manos como buen criminal que no deja huella, y siguió su búsqueda.

Pasaron 15 minutos entre ir y venir, de la refrigeradora a los cajones y rebuscar cuanto podía. Todo estaba para cocinar. No quedaba otra entonces; así que recurrió a las antiguas maniobras del buen hambriento, algo que no hacía hace mucho tiempo, el huevo frito. Cogió la sartén, le echó una dosis de aceite que le pareció exagerada, así que tuvo que reducir echando un poco al fregadero, y puso el huevo. Al rato se dio cuenta que no había prendido la cocina. La prendió y solo quedaba un fósforo, que para su mala suerte se rompió y solo quedó la cabeza. La operación se ponía complicada. Marco tenía que prender de un solo intento la cabeza de un fósforo y encender la cocina. Para su buena suerte lo logró. ¡Qué reto! El fuego corría lento. Muy lento. Desesperado, le subió al máximo, y el aparato se apagó.

Al volver de buscar encendedor recién se percató de las voces. Prendió la cocina, calentó un poco de arroz congelado de indefinida procedencia, y siguió escuchando. Marco estaba desnudo, hambriento, alucinando, pero de pronto también estaba estupefacto. No podría reproducir lo que  oyó, pero se puede decir que en ese momento él hubiera preferido el canibalismo a un huevo frito sin sal. Luego de verter pedacitos de huevo en un recipiente de arroz antiguo, Marco subió apagando las luces hacia su habitación y admirando la vida marital. Ya cerca a su cuarto se dio cuenta que había olvidado el tenedor.

No hay comentarios:

Publicar un comentario