8.5.12

Cuando deje de pelear

Esta es una brutalidad que no me soltará hasta que me rinda, hasta que me dé por vencido y caiga de cara al suelo con todas mis fuerzas espolvoreándose en el aire como el polvo que se levantará tras mi caída.

Ni un poco de energía. Ni pensamientos, ni deseos. Solo un cuerpo con vida  exhausta de sí misma.

En ese momento, luego de tantos años de agonía impasible, de cuidar que ese delicado hilito que me ataba a la humanidad no se rompiera, podré dejar mis órganos invisibles enmarcados para que se los lleve el que desee.

Mi cerebro, un mueble de calidad y una herramienta exquisita para poner a volar las cosas. Mi corazón desacompasado por tantas pasiones albergaba en sus ventrículos y aurículas mecanismos de exacerbación que harían vibrar una cama exorcizándola de sueños. Mis riñones, manantiales de pichi que harían bailar al más tieso; ahí se instalaron las matemáticas que abandoné de chico por no condenarme a un escritorio pensando que las letras me llevarían por el mundo. Un hígado valiente. Un pene temperamental y vigoroso que a veces no entendía por qué yo acariciaba más con los ojos. Y mis ojos, puede ponerlos sobre la mesa y jugar, es lo que más amarían, remecer su oscuridad instalada en su retina, el café de su centro que llena de energías. Échele luz a diario, por favor. Si pudiera usted hacer algo con mi boca, pobre desahuciada y ermitaña, su amabilidad cínica siempre la recluyó en un entrenamiento de box perpetuo donde ella pocas veces tenía contrincantes. Tenía pocas peleas porque estaba siempre cansada de darle duro a una perita que tenía consigo. Se sabe capaz. Aunque sea soberbia es muy sensible. Tantos deseos ensalivaron mi lengua, pero por no salir de su cueva no supo ver la luz. Puede llevarse todo lo demás, no deje nada para los cuervos. Coja una costilla y hágase un lápiz. Llévese una oreja bautizada en música y propensa a escuchar historias. Cuéntele lo que quiera. Llévese mis dientes, juegue a los dados que hemos tenido mucha suerte juntos. Sáqueme las vísceras y observe esa fauna de insectos voladores que nacían de cada mujer que me enamoró. Lárguese con mis piernas y mis pies, tan saltarines, saben dominar pelotas, pedalear, y caminar mucho, puede dejarlos en casa reposando mientras usted se larga a donde llegue, serán su amuleto de viajero que no le permitirá regresar sobre sus pasos sino buscar nuevos caminos. Por último, llévese estas manos. Aprendieron a tocar, a sentir texturas, crear trazos con las yemas, y hasta colorear; presionar teclas insistentemente hasta imaginar que podría hacer colores y música con palabras, o hacer imágenes como las que veía en los lienzos que rozaba con los dedos. Esas manos están condenadas a embadurnar de pasión todo sobre lo que se deslizan, desde una curva femenina, hasta una servilleta, un teclado proxeneta, unos papeles arrugados, unos ojos que se cierran.

Nada de esto le servirá mucho, más que de souvenir. Solo aléjelo de mí que no soporto saberme muerto.

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