13.9.11

A la velocidad en que se olvidan las palabras

Los carros le pasan al lado, a toda velocidad; recordándole su fragilidad, la muerte que está tan cerca suyo, a unos centímetros. Sus amigos están: uno muy por delante, y otro atrás dándole como puede; lamentándose seguro.

Habían manejado hasta ahí durante una hora. El centro de Lima ya estaba a unos 15 minutos. Ahí habría música y bebidas y mujeres, acá ellos tenían una larga avenida industrial, algunos vagos y mucha suciedad. Un escenario como para grabar una película de asesinatos. Solo basta que uno de los vagos se pare enfrente de las bicicletas, se ladee como para evitar el impacto y de un patadón sorpresivo se baje a uno de ellos. Las sombras en las esquinas de la avenida Argentina podían albergar los tipos suficientes como joderlos en menos de una minuto. Por eso o paran. Pasan rápido. 

Él tiene electrónica en las orejas. Suena, suena, suena, suena...a cada pedaleada. Su cuerpo contra el viento que se impone cada vez más; de pronto la música revienta, se levanta y pedalea con fuerza y el viento le pone más resistencia aún y le echa el pelo atrás y le infla el polo. Pasan algunos carros indolentes. Le arden los muslos. Un conductor lo mira como si fuera una bestia salvaje que corre al lado, piensa él, que quisiera insultarlo, decirle, gordo de mierda no me metas el carro que me vas a matar...

Se llama Florentino. Su amigo adelante, Rómulo. Atrás zigzagueando está Gabriel, que no ha montado bicicleta hace buen tiempo. Los tres tienen el corazón sonando como si fuera parte del ruido de la calle. Florentino se ve a sí mismo como un centauro. Ve a Rómulo alejándose una cuadra más allá. Tiene experiencia manejando, debe pensando en su música o en comer algo, piensa Florentino. La subida es ardua. Por fin la avenida se termina en una plaza sombría. Se detienen un rato y luego siguen hacia la derecha.

A Gabriel, ya nivelado se le nota emocionado. Los tres juntos se meten por la vía del Metropolitano, un bus gigante donde los días de semana se ensardinan las personas que quieren moverse rápido. Pero nadie va tan rápido como ellos, que sienten la velocidad en sus caras, en sus piernas, en ese artefactos que hacen funcionar en todo su cuerpo el sentido del equilibrio. Florentino grita, ahí viene el Metro, píquenla. Los tres avanzan a full. Un carro de policía por el altavoz ordena que se retiren, pero ellos le siguen dando, con el bus gigante atrás. ¡Llegas a la esquina y doblas! grita Florentino. Rómulo replica para que Gabriel , que de pronto está extasiado y se ha colocado en la punta de la procesión, oiga la instrucción. Gabriel oye y voltea para el lado opuesto, y Rómulo y Florentino acaban siguiéndolo. Terminan alejándose por una de las calles oscuras del centro de Lima. Tres cuadras más allá paran las bicis. 

El jazz está al otro lado, dice Florentino. Putamare, qué paja, nunca me sentí así, jadea Gabriel ¿Oíste a la poli? oye que le dice Rómulo a Gabriel. Entonces Florentino agarra del hombro a Gabriel, lo mira, y le dice, ves cómo te sacas todo de encima. Hace una pausa y añade, bueno hay que seguir. 

Apeados llegan hasta el Jirón de la Unión, la calle que ni siquiera de madrugada deja de tener gente, que es un alboroto abigarrado de razas y culturas y pensamientos y deseos. Todo lo que hay ahí tiene su opuesto en esa misma calle, o cuadras más allá. No se puede seguir a pedal, ni siquiera despacito. Un guardia le hace la indicación a Florentino para que se desmonte.

En la Plaza de Armas Florentino se siente un centauro. Unas rubias extranjeras y malabaristas lo miran. Está seguro que lo miran. Unas cuantas locas de Lima también. Se acomodan cerca al entarimado y oyen unas notas finales. Sus latidos comienzan a acompasarse.

El jazz vibra. Como todavía la emoción de lo que les ha ocurrido. Florentino desea escribir lo que les ha pasado. Tiene las palabras adecuadas, el gusto de estas en la boca. Pero sabe que se les irán. Ve la gente que compra cerveza en un puesto. Ese sabor amargo también le provoca. Pero el olvido será más rápido, se imagina. La señora que atiende es gorda y sonriente.

Señora, ofrézcale una chela a ese joven de la bicicleta por favor, que va a tardar en decidirse... igual se le van a ir las palabras.

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