que se llaman pestañas y se caen de mis ojos.
De niño, la vieja me decía que eran cartas que vendrían,
yo andaba fascinado porque me escribían cada mañana.
Hasta que caí en cuenta, como un desaforado a mi alrededor
nadie obsequia sus palabras a la perpetuidad de la memoria.
Me alejo de la gente porque siempre fui un salvaje,
mis ambages no encajan en los ojos ajenos.
Y yo escribo. De este mundo repleto que exploro diario
de lo que descubro, apartando mi odio por la gente
Y no hablo. Aunque sea un buen conversador.
Hasta que la incontenible fuga atropella en verborragias internas al que se acerca a beber de mi corazón embocado.
Aprendí que cuando las palabras resultan ineficientes
lo mejor era correr hasta el éxtasis o la extenuidad.
Preparar los músculos y a bailar hasta el desvarío
esperar que en esta oración haya un desvío que me lleve hasta algún instrumento musical que me sacuda todas las ficciones.
Donde mi olvido no es condena. Y mi memoria que se borra.
Rebobina lentamente. Aunque se olvida de los sentimientos, de las letras, de los agobios. Mi memoria caprichosa que me hace inventar cosas.
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