24.5.12

Descubierto

Podría hacerte un racimo de letras
dártelas día a día
cortar de mi cuerpo, que crecen como bellos
y son inacabables
pero dejaré que crezcan las lejanías
cuando veas el suelo algún día mucho rato
y pienses que a lo lejos estuve yo esperando
verás que la procesión dejó muchos pétalos machacados
de aromas que atribulan mis pasos

Ese fue su escrito insomne. Lo pasó a limpio de inmediato. Llevaba 30 años escribiendo casi sin conciencia lo que expelía su duermevela. Así era todos los días. A las 6 de la mañana no había tiempo para más poesía, la corbata tenía que estar recta tapándole los botones bien formaditos. Zapatos brillantes, ordenarse el cabello, comer apurado, todo eso era parte de su estructurada mañana. Él llevaba su cuerpo ordenado a la oficina y hacía lo que tenía que hacer. A media tarde salía a almorzar con dos o tres amigos. Los de costumbre. Compraba mentas en el quiosco de la esquina, donde había presenciado los hechos más emocionantes de los últimos meses; y de lunes a sábado  tenía que resolverse la vida rellenando hojas y hojas en su ordenador.

Salir al acabar la tarde había dejado de molestarle hace mucho. Llegar a la casa luego de ver una película en el cine que estaba a 22 cuadras de su trabajo era relajante. Las 22 cuadras eran su ejercicio diario, lo dejaban cada vez más cansado. Entonces se sentaba con la chica que había tenido un hijo suyo cuando sus 18 años aún relucían de nuevos y se ponían a ver el noticiero. La chica era cada vez más gorda, aunque aún formada, y encajaba tan fácil en su pene que había desgano de saber que el placer solo llegaría si simulaban las peleas físicas que evitaban tener. Él podía cargarla y trenzarla, morderle las tetas, pasar sus palmas por toda su piel y dejar que su lengua sea una culebra; pero era tan extenuante que realmente solo quería terminar y dormir, al igual que ella. Nada de abrazos, mañana habrá mentas en el quiosco, pensaba. Era lo fresco de su día, su único gran vicio.

Escribir no era un vicio. No como lo fue en su juventud. Era una costumbre más, como ver las noticias, tomar café, como el cine, el sexo, rellenar hojas, estar impecable. No lo desesperaba hacerlo, sencillamente lo hacía. Sabía que no lo hacía mal, que habría rellenado cuadernos enteros de no ser por el regalo que su hija le hizo hace unos 4 años: esa computadora donde un día vació todo el verso en papel que escondía de su mujer. Sus poemas no lo estremecían, sin embargo eran sensaciones que no querría que nadie se enterase. Era consciente que le sabían tan bien como el café que se preparaba en la mañana, y tenía el mismo dominio que le servía para rellenar hojas en la oficina.

Como sus poemas, que escriben sus ojos
muerdo los bordes de su cuerpo
sigue en presente este amor que le prometí
que me bastó para cimentar un amor perpetuo
del que nadie se enterará hasta que profanen esta ciudad hecha de versos
donde se refugian en polvo los vestigios de mis besos fetos
que visto como muñecas como tú nunca vestiste

Cuando regresó a casa, su mujer estaba sentada en el mueble con la televisión apagada. Su hija estaba sonriente sentada a la mesa, en la silla más cercana a la ventana. Él ni se percató, pasó de frente sin sospechar nada.

Ellas habían conversado. La hija aún imaginaba a su viejo metiendo versos en el forro de la almohada todos los días, como si esperase que algún día una hada se los llevase y le devolviese realidad. Luego de dejar las cosas y seguir su itinerario casero de cambiarse, servirse un té digestivo, él regresó a la sala y la televisión aún seguía apagada. Fue entonces que ellas le mostraron el pedazo de papel que él se había olvidado de sacar el día anterior. Como tenía un poco de insomnio aquella madrugada había decidido transcribir a la computadora los versos, y mecánicamente había regresado el papel a la almohada. En la mañana recordaba que había hecho la transcripción, así que no extrajo nada de la almohada. Para él fue muy vergonzoso saber que ellas sabían de eso. Era extraño verlas sonrientes. Su hija sobre todo. Su mujer tenía una sonrisa confundida, como de alguien que tiene una herida y aún mantiene el buen humor, estaba seguro de que ella sabía que los poemas no la tenían de musa. Su corazón se arrugó como un papel y le pesó mucho, le arañaba las carnes de adentró, tenía ganas de arrojarse porque ese es el instinto de toda bola de papel. Fue ahí que nació la pregunta: ¿cómo llegué hasta aquí?

Él seguía inmóvil con su taza mientras ellas esperaban que hablase el poeta, y soltaban risas minúsculas. Él caminó hacia el sofá, besó la frente de su esposa, y a la par que accionaba el control remoto le dijo: fue una inspiración de ayer.

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